3 de abril de 2006

Todos a Londres

Londres, un colchón para caer
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A finales del año 2001 dos países ocupaban las primeras planas de los diarios londinenses. Afganistán, desgarrada por una nueva guerra en su sufrida historia, y Argentina, por su deuda externa impagada al mundo.
Yo entraba todos los días en la tienda de mi barrio de Muswell Hill a comprar los periódicos para ver qué ocurría en mi país y el vendedor me sonreía, con un poco de pena y otro poco de solidaridad.
Sabía que yo era argentino porque más de una vez le había comentado lo que estaba pasando en el Río de la Plata. Preocupado por mi país, nunca le pregunté qué lugar había dejado él para vivir en Londres.
En diciembre de 2001 desapareció. Su ausencia duró tantos meses que ya lo había dado por ido definitivamente -miles van y vienen en esta ciudad de errantes- hasta el día que volvió a saludarme en la misma tienda, en el mismo barrio.
"¿A dónde te fuiste?" pregunté asombrado. "Volví a casa por un tiempo" respondió. "¡Qué afortunado! Veo que algunos pueden darse el lujo de pasar un buen rato en sus hogares", agregué con maliciosa envidida. "Sí. Hace mucho que no volvía y quería saber cuánto había cambiado todo".
"¿De dónde eres?" pregunté. "De Kabul", respondió.
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Los desesperados de la Tierra
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Todos saben que Londres es y ha sido una ciudad cosmopolita.
Su condición durante siglos de cabeza de imperio y capital del comercio mundial la convirtieron en un imán para comerciantes, aventureros y hombres de negocio.
Pero también es y ha sido un lugar de refugio para los desesperados de la Tierra.
Miles de personas llegan cada año pidiendo asilo político (más de 100 mil solicitaron ese estatus en 2002) o vienen a buscar trabajo (legal si tienen papeles, ilegal si no los tienen).
Como me explicó Egle Reeves, una psicóloga que trabaja con familias sin hogar -la mayoría de ellas extranjeras- una de las principales razones para venir a Londres es que "hay muchísima gente de todo el mundo y eso atrae a más gente de todo el mundo".
"Aquí siempre hay alguien conocido, hay un primo o un amigo", me contó Reeves. Si no hay nadie conocido "hay una cierta contención, por la naturaleza de la ciudad, donde puedes pasar desapercibido como uno más sin que necesariamente nadie sepa de dónde vienes ni le importe".
Si uno logra que las autoridades lo acepten como "buscador de asilo" - asylum seeker - (algo cada vez menos sencillo) puede acceder a ciertos beneficios como vivienda y educación para los hijos, pero no puede trabajar. Eso sólo se consigue con el estatuto de refugiado que puede tardar años.
Si en cambio ni siquiera puede uno aspirar a eso, la ilegalidad es el destino seguro.
Pero como explica Reeves: "es una ciudad tan enorme, que un turco puede ser empleado 'en negro' por otros turcos. Lo mismo para chinos o latinoamericanos. Es todo tan turbulento que también hay mayor lugar para el 'error', para la falla en el sistema de control, y eso también cuenta".
Además, "es tal la cantidad de organizaciones de caridad que uno tiene como un 'colchón para caer'. Se crearon hace muchísimos años y atienden a grupos muy variados, desde mujeres turcas a hombres ancianos somalíes".
Todo esto no implica que no se registren casos de discriminación, que las condiciones de vida de los buscadores de asilo no sean más que precarias, ni que la tolerancia londinense se repita en otras ciudades británicas, pero ese "colchón" sigue funcionando para aquellos que en este mundo no tienen donde dormir.
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Un poco de historia
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Desde los tiempos de Londinium, griegos, alemanes, italianos, y norafricanos llegaron hasta este puerto. A ellos los siguieron noruegos, daneses, suecos y francos.
Pero la primera emigración masiva a Londres, sin contar la invasión normanda tras la victoria sobre los sajones de Guillermo "El Conquistador" en el año 1066, se produjo a fines del siglo XVI y comienzos del XVII.
Entre 40 y 50 mil protestantes franceses, conocidos como hugonotes, se asentaron en el actual barrio de Spitafields.
Fue tal el impacto de esta emigración desesperada -huían de alguna de las ocho guerras religiosas que sufrió Francia en ese período- que la palabra inglesa para refugiado - refugee - proviene, del francés - réfugié -.
Como señala la publicación The Economist, los hugonotes contaban con dos ventajas como emigrantes, eran blancos y protestantes, lo que les permitió crear su propia iglesia y hasta ser destinatarios de colectas públicas.
Pero también tenían una gran desventaja, eran franceses, "la peor clase de extranjero" para aquella Inglaterra.
Tres protestas anti-francesas sacudieron Londres en 1675, 1681 y 1683. Muchos nativos se quejaron de que apenas se hablaba inglés en Spitafields. Otros acusaban a los hugonotes de prácticas comerciales ilegales.
Eso sin olvidar que en las callejuelas de aquella ciudad aún se culpaba a los extranjeros -a cualquiera de ellos- de haber encendido la primera llama de aquel Gran Incendio de 1666.
"Meses"
Con el paso de los siglos más grupos eligieron refugiarse en Londres. Los judíos que huían de Rusia y Europa Oriental y los irlandeses que escapaban del hambre.
Como lo describe Peter Linebaugh en su novela "The London Hanged" (Los Ahorcados de Londres) sobre el siglo XVIII en esta ciudad: "He aquí un centro de experiencias mundiales (...) un lugar de refugio, de intercambio de noticias, una arena para la lucha entre la vida y la muerte".
En el siglo XIX llegaron los refugiados políticos, entre ellos duplas famosas como Mazzini y Garibaldi o Marx y Engels (Marx está enterrado en el "exclusivo" cementerio londinense de Highgate).
El siglo XX la pobló de veteranos de guerras, desertores de desastres naturales, hambrunas, miserias y tierras sin esperanza.
La mejor explicación que encuentro para este fenómeno, además de las que me ofreció Egle Reeves, es una definición de Peter Ackroyd, el autor de "Londres. La Biografía".
"Muchas veces se ha dicho que, en otras ciudades, deben pasar varios años para que un extranjero sea aceptado, en Londres, eso toma meses".
Uno de esos extranjeros, un afgano que vivía en Muswell Hill, un día volvió a dejar la tienda donde yo compraba mis periódicos. Pensé que había regresado a su Kabul natal pero me equivoqué.
Una tarde, cruzando el puente de Westminster, escuché una bocina que provenía de un autobús colorado doble piso.
Era él, manejando el vehículo más identificado con esta ciudad, mientras pasaba por al lado del Big Ben.
No podría haberme regalado una mejor postal londinense para terminar esta nota.
Matías Zibell BBC Mundo, Londres

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